Jorge Rodriguez Carrillo's Obituary
JORGE RODRÍGUEZ CARRILLO
Septiembre 6, 1930 – Febrero 25, 2017
“Ahí está pintado Jorge”, “Eso no se le ocurre sino a Jorge”, “Es todo un personaje, ese Jorge!”, expresiones frecuentes de amigos y parientes ante cada nuevo acontecimiento protagonizado por este hombre que nunca terminó de asombrarnos. Hay historias legendarias, como la que recuerda su gran amigo Germán Puyana, cuando intentaron secuestrarlo y terminó tomando trago en la sala de su casa con sus secuestradores. O el apoyo incondicional a la pasión por la mecánica automotriz de su hijo Germán, una carrera en contravía con las convenciones de la Bogotá de la época, donde sólo medicina, derecho o ingeniería se consideraban opciones legítimas. O el regalo de 15 para su hija Clemencia, un viaje, sola, a Machu Picchu. O como esa vez en México, cuando Jorge y Olga se distraen paseando por Chapultepec, van atrasadísimos, los va a dejar el barco, y Jorge, sin pensarlo dos veces, alquila una moto y estos dos, ya entrados en años, se lanzan en una carrera desenfrenada hacia el puerto; en el barco ya han levantado la rampa, así que les lanzan la escalera de cuerdas para emergencias y por ahí se trepan. Siempre vivió la vida en sus propios términos. Siempre utilizó esa inteligencia magnífica con que fue dotado, junto con altísimas dosis de creatividad, para inventar un destino muy suyo, una vida completamente a su medida. A todos, en algún momento, nos sacó canas. Pero todos reconocemos que fue un librepensador exquisito. Generoso con sus enseñanzas, filósofo, chamán, una figura paterna tanto para sus dos hijos como para muchos y muchas que se acogieron a su forma de ver la vida, aprendieron de él, y hoy viven la vida un poquito como él, en Montreal, Miami, Filadelfia, Bogotá, Oberlin, North Carolina, Kansas, Southampton, y quién sabe cuántos otros lugares del mundo.
Jorge nació en Chichicastenango, Guatemala en 1930. En 1932 sus padres, la guatemalteca María Carrillo y el bogotano Juan Rodríguez, migraron a Bogotá, donde Jorge creció junto a sus primos Jaime Rodríguez y Alfonso Gallo. Jaime recuerda esa época, como “los tres mosqueteros” que iban en tren a Fontibón a montar en bicicleta. Esas amistades habrían de durar toda la vida. Después ya no sería bicicleta y tren, sino viajes a la hermosa Laguna de Tota a pescar trucha, o bacanales colectivas para celebrar El Día de la Madre con los Romero, Obe y Esperanza, y las esposas, Olga, Gladys y Susana.
En 1954, Jorge busca nuevos derroteros y migra a Estados Unidos. Como siempre en contravía, deja atrás Jackson Heights y Flushing, los barrios neoyorkinos a donde llegan los migrantes colombianos. Decide que si va a aprender inglés, por ahí no es la cosa. Se muda para New Heaven, Connecticutt, un pueblito completamente anglo-parlante donde se enamora del orden, la honestidad y “las cosas al derecho” que surgen como la espina dorsal del Estados Unidos de la postguerra. Es tanta su admiración por el nuevo país, que en 1956 se enlista como voluntario en el Ejército de los Estados Unidos y termina en Alemania contribuyendo al proceso de reconstrucción de la postguerra. Con un diploma de bachiller y un inglés perfecto debajo del brazo, regresa a Colombia a buscar fortuna.
Y la encuentra. Se llama Olga Romero. Ella trabaja en Tracy y Co. como secretaria bilingüe. También habla inglés perfecto; se viste a lo Jackie Kennedy; es impecable, amable, todos la quieren; ella quiere salir adelante. Jorge y Olga se casan en 1959 y mantendrán una relación complicada pero comprometida hasta la muerte de ella en 1990.
Jorge entra a trabajar como vendedor en la transnacional holandesa Philips, donde rápidamente comienza a escalar hasta convertirse en Gerente de Marketing para América Latina. Philips no es sólo el lugar de trabajo. La vida entera de los Rodríguez Romero, sus amigos y parientes está enmarcada por Philips. En todas nuestras casas TODOS los tocadiscos y radiolas, neveras, discos, y hasta las bombillas, son marca Philips (Germán nota que, irónicamente, uno de los monitores conectados a su cuerpo en sus últimos días en el hospital era marca Philips). De entre los colegas de Philips surgen nuevos amigos, Humberto Caro con su mirada de filósofo, Bernardo Calvo con su gozadera, Guillermo Morales con su buen humor. Las esposas, Paquita, Astrid, Amelita, todos forman una especie de tribu que se mueve junta para todos lados: la vida social en Bogotá es intensa, de coctel en comida y de Martini en Martini. Viajes de trabajo por toda América Latina y a Holanda. Pero cuando llegan las vacaciones, se alquilan una finca entre todos, en Los Llanos o La Dorada, y para allá se van todas las familias juntas a pasar la navidad o la semana santa.
Esta época de bienestar económico y fiesta permanente llega a su fin hacia mediados de los 80 cuando las políticas de liberación económica dejan completamente desprotegida a la industria colombiana. Philips reduce sus operaciones en América Latina al mínimo y en la política de reducción de personal, a Jorge le toca acogerse a una jubilación prematura.
1985 marca la gota que llenó la copa. El 6 de noviembre todos vemos aterrados cómo un tanque de guerra ataca el Palacio de Justicia en la Plaza de Bolívar en Bogotá. Una semana después, el 13 de noviembre, el Volcán del Ruiz se lleva por delante toda una ciudad. El país parece sucumbir en un vórtice de guerra, corrupción e ineptitud gubernamental, y por supuesto inestabilidad económica. Jorge y Olga deciden buscar nuevos horizontes, venden todo y migran a Estados Unidos ese mismo año, con visas de residente posibles gracias al estatus de Jorge como veterano del ejército estadounidense y un capital económico importante.
Migrar a los 50 no es fácil. Pero a pesar de todo, Jorge y Olga logran armar comunidad a donde llegan. Su hogar está abierto a amigos y parientes, es sitio de reunión donde disfrutar el pollo al vino de Olga, la paella de Jorge, todo muy bien rociado con vinos y cocteles. Los hijos vienen a verlos de vez en cuando y traen con ellos un rosario de gente joven que termina construyendo su propia amistad con Jorge y Olga: Christine, Norma, Geo, Magdalena, Omar. Ellos ya llegan solos al apartamento cuando pasan por Chicago o por Miami; saben que en esa casa son bienvenidos, que su llegada será convertida por Jorge en un acontecimiento a celebrar con cena y tertulia filosófica hasta la madrugada. La vida sigue y Olga muere en 1990.
El último capítulo, la vejez de Jorge, tiene lugar en un apartamento con vista al mar en la Avenida Collins en Miami Beach. Mientras todos los viejitos del lugar se la pasan viendo televisión en el lobby del edificio, Jorge leer el Miami Herald todos los días; en la noche, atraviesa la calle al bar del frente, Carrabás, donde su gran amiga, la bartender Emily, le sirve tres vodkas gratis. Él siempre se asegura de tener un billete de $5 para dejarle su buena propina. A veces Jorge trabaja con Germán en el taller y rumbea con él y sus amigos. Tiene su Luz, que le ayuda con todo. Él le pregunta, “Luz, yo qué haría sin ti?” Y ella responde “Pues se quedaría en la oscuridad!” Conoce a Frida, una mujer ucraniana que le llama la atención porque siempre está muy bien arreglada, maquillada y enjoyada. Ella vive en el piso séptimo y él en el 14. Pasan todo el tiempo juntos, en el apartamento de él o de ella. Les encanta recibir huéspedes y los acomodan en el apartamento de ella (que siempre está más organizado comparado con el caos “organizado” de él) y ellos comparten el de Jorge. Cocinan juntos y se pasan la vida “haciendo vueltas”. Ella toca el piano y él canta. Una de sus canciones favoritas en inglés es “Qué será será” (en español sus canciones siempre fueron “Pero sigo siendo el rey” y los boleros cubanos).
Hasta con el día de su muerte algo nos enseñó. Jorge murió el 25 de febrero del 2017, el Día de Carnaval, y parecería que con esa fecha nos recuerda que, como dice Celia Cruz,
Todo aquel que piense que la vida es desigual,
Tiene que saber que no es así,
Que la vida es una hermosura, hay que vivirla
Todo aquel que piense que está solo y que está mal,
Tiene que saber que no es así,
Que en la vida no hay nadie solo, siempre hay alguien
Ay, no hay que llorar, que la vida es un carnaval,
y es más bello vivir cantando
No, no hay que llorar,
que la vida es un carnaval
y las penas se van cantando
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